En ambos sacramentos actúa la fuerza redentora y sanante del misterio pascual de Jesucristo, por la virtud del Espíritu Santo, y la Iglesia es consciente de que la Eucaristía es “sacrificio de reconciliación y alabanza”. Sin embargo, un sacramento no puede sustituir al otro, de manera que ambos son necesarios.
La desafección que se advierte desde hace años hacia el sacramento de la Penitencia (Confesión) tiene como origen, entre otras causas, el olvido de la íntima conexión que existe entre uno y otro sacramento.
Digamos claramente: sólo se puede acceder a la Eucaristía con las debidas disposiciones, es decir, después de remover todo obstáculo que se anteponga a esa comunión en el amor del Padre. El mismo Señor que ha dicho “Tomad y comed” (Mt 22, 26) es el que dice también “Convertíos” (Mc 1, 15). Y el apóstol san Pablo extrae esta importante consecuencia de la advertencia hecha a la comunidad de Corinto ante el abuso que suponía hacer de menos a los pobres en las reuniones fraternas: “Examínese cada uno a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1 Co 11, 28).
Por tanto, para que la Eucaristía sea verdaderamente el centro de nuestra vida cristiana, es necesario también acoger la llamada del Señor a la conversión y reconocer el propio pecado (cf. 1Jn 1, 8-10) en el sacramento instituido precisamente por Cristo como medio eficaz del perdón de Dios (Catecismo 1441).
Esta necesidad es aún mayor cuando se tiene conciencia de pecado grave, que separa al creyente de la vida divina y lo excluye de la santidad a la que está llamado desde el bautismo.